TRADICIONES

El matapuerco

 

            Resulta un tanto ocioso hablar de éste sangriento acto de sacrificio del cerdo, por tratarse de una costumbre generalizada en los pueblos venida a menos, prácticamente desaparecida, a tenor de las imposiciones y costumbres de los nuevos tiempos.

         Noviembre, diciembre y enero, eran meses trágicos para los pobres cerdos, dependía en gran medida del estado de las despensas caseras el adelantar o no la matanza. Después de los trabajos de siega, acarreo y trilla, la conserva se había prácticamente acabado.

         La preparación de todos los útiles, la limpieza de la cambra para recibir todos los productos de la matanza eran las operaciones que precedían al día del matapuerco.

         Un gran ajetreo desde la madrugada antes de hacerse de día, luego la barrecha, cazalla y pastas con los vecinos que venían a ayudar y con el matarife, alma en estos momentos de todo lo que iba a acontecer. Realizado el sacrificio del animal y recogida su sangre para hacer las morcillas, se procedía al socarrado –con aliagas-, pelado –con agua caliente y piedras de arena- y descuartizado, siendo a partir de este momento cuando entraban en acción las mujeres  para hacer el  “mondongo”, preparación de las tripas “correas” para hacer los embutidos, yendo al río a lavarlas o en la misma casa. Para los muchachos era un día de fiesta, habían ayudado aguantando el gorrino –normalmente del rabo- y después con un poco de suerte jugar con la butifarra; a falta de balones, la vejiga del animal aguantaba perfectamente las patadas. Descuartizado y distribuido el animal en las diferentes dependencias, llegaba el momento de recobrar fuerzas, para ello, se había preparado el almuerzo; gachas de araza duras, gazpachos tostados o sopas tostadas, teniendo para segundo plato, como si de un ritual ancestral se tratara, partes del animal que se acababa de sacrificar; una fritada de puntas de costillas y magras, trozos de hígado y tacos de tocino. Una vez frito, se había picado en el mortero unos ajos con vinagre que se le añadía, dándole un sabor característico propio de ese día.

         A media tarde se pararía para merendar; parrillada de carne magra  rociada con abundante vino.

         Terminada la jornada bien entrada la noche, había quedado la cambra llena,  mucho trabajo de limpieza y un profundo olor a carne fresca y especias. La cena era copiosa, se hacía caldero de arroz seco con pollo e hígado, y como segundo el “morcillón”, con una gran ensalada de repollo de col. Se invitaba a la familia, a los quintos del pueblo si los había y que habrían probablemente estado ayudando con el animal, así como algún amigo y hasta al novio o novia –si la relación estaba lo suficiente avanzada-.

         Al día siguiente ya con más tranquilidad se procedía a limpiar todo resto de la matanza, terminar la preparación de las carnes que quedaran en la cambra y los “perniles”, salarlos y ponerles peso encima. No faltaría ese día el “presente” al señor cura y al médico, en limpia bandeja o cestillo, ese par de ricas morcillas y algo más, que la moza de la casa o la misma madre se encargarían de llevar.